La educación ha de tener como cometido ayudar a las personas a clarificar sus convicciones vitales. Las personas esperan que la educación les nutra de ideas que hagan el mundo y sus propias vidas inteligibles. Cuando una cosa nos resulta inteligible se tiene un sentimiento de participación, pero cuando nos es ininteligible el sentimiento que nos embarga es de alienación, de alejamiento.
Cabría preguntarse: ¿qué comporta todo esto para la escolarización? La necesidad de recuperar el poder de la comunicación auténtica, del diálogo fecundo que propicie la indagación personal sobre los motivos de nuestras acciones, de una determinada actuación profesional; pero, sobre todo, de los motivos del alumnado para adentrarse en la aventura del conocimiento
Existen algunas creencias erróneas sobre qué es y qué se hace en un centro educativo. La tendencia generalizada es pensar que las instituciones escolares garantizan la transmisión de contenidos (bien sean conceptos, procedimientos o actitudes) identificados como relevantes y pertinentes para alcanzar un determinado orden social, económico y político. Pero en los centros de primaria y de secundaria se aprenden muchas más cosas. El centro escolar representa un espacio de vida social de extraordinaria relevancia en el desarrollo infantil y juvenil de los futuros ciudadanos y ciudadanas.
Cuando en nuestras aulas se están impartiendo las áreas de matemáticas, lengua, geografía e historia… están paralelamente ocurriendo múltiples incidentes y situaciones en ese espacio social. Los jóvenes están aprendiendo a resolver problemas de relación entre compañeros y/o con el profesorado, están aprendiendo a participar, a convivir, están experimentando en su propia piel, o en la ajena, situaciones de marginación o de integración en la dinámica cotidiana de la clase, aprenden hábitos de limpieza y manejo de instrumentos, de orden, de puntualidad… Estos aprendizajes serán de gran relevancia en la transición al mundo del trabajo y al mundo adulto.
Las situaciones potenciales para aprender sobrepasan los muros de la escuela y se fraguan en el espacio del hogar y en el espacio social en su conjunto. Así pues, educan los ciudadanos y ciudadanas que con sus comportamientos cívicos o incívicos sirven de ejemplo a los más jóvenes; la clase política cuando actúa buscando el bien común y no su beneficio personal; los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado cuando emprenden acciones acordes a las normas y hacen un buen uso del poder que les ha sido conferido para poner orden en el espacio social; etc.
El profesorado, los padres y madres han de educar a través del diálogo humano abierto y auténtico. Como señala Postman (1999: 39-40):
El libre diálogo humano, deambulando por donde permita la agilidad mental, sigue estando en el centro de la educación. Si el profesorado carece del tiempo, del aliciente o del ingenio necesarios para propiciarlo; o si el alumno está demasiado desmoralizado, aburrido o distraído como para dedicar la suficiente atención que su profesor o profesora requiere de él, ése es el problema educativo que hay que ver, y hay que resolverlo desde dentro de la experiencia, tanto del profesorado como del alumnado.
Postman, N. (1999): El fin de la educación. Una nueva definición del valor de la escuela. Barcelona: Octaedro.