Palabras, palabras, palabras. ¡Qué poderosa es la palabra! Ella puede mover los corazones hacia el bien hasta lo indecible, cuando es escuchada y, a la vez, asumida. La palabra valiosa transforma a la persona cuando ésta se adhiere a lo que aquélla transmite y se hace una con su carga de ideas, sentimientos y valores.
También las palabras pueden mover a los seres humanos por malos derroteros o hacia la más completa inacción o desidia, pero no quiero ocuparme aquí de esto.
Cuando la palabra es echada a los vientos y se diluye sin ser oída, resulta vana su emisión. Su contenido no se derrama en ningún espíritu. No fertiliza ni transforma.
El exceso de palabras nos lleva también a la rutina de escucharlas, sin que nos interese, por hastío o costumbre, qué nos están diciendo. Por eso también es bueno el silencio.
Ahora bien, en estos pensamientos (volcados, justamente, en palabras), quiero llamar la atención sobre un hecho del que solemos no percatarnos: muchas palabras pronunciadas nunca serán oídas por sus destinatarios porque a ellos no les interesa escucharlas o porque no tienen la capacidad de hacerlo. Esto tiene una grave consecuencia cuando las palabras dichas constituyen una norma, una ley, una advertencia o un consejo, con la finalidad de lograr un bien.
¿Un ejemplo, o dos?
1) ¿Cuánto se dice desde diversas fuentes acerca de respetar las normas de tránsito, la vida de los peatones y de los pasajeros? ¿Quién no ha escuchado decir que no se debe pasar con el semáforo en rojo, que los motociclistas deben usar casco, que no se debe hablar por teléfono al conducir? Sin embargo, basta recorrer un poco las calles para ver cómo, para una enorme cantidad de personas, todas estas indicaciones caen en saco roto, porque a dichos destinatarios no les interesa oírlas.Posiblemente se consideren el centro del universo; el individualismo en su máxima expresión.
2) Pregúntenle a cualquier buen directivo de un colegio sobre todas las cosas que se dicen, se escriben y se enuncian por distintos medios escolares: notas, cuadernos de avisos, reuniones de padres..., tendientes al logro de objetivos de interés educativo para los hijos. Por ejemplo, que hay que acompañar a los hijos en la etapa escolar, controlando que estudien, que hagan las tareas...; que los hijos deben cumplir con un uniforme establecido (en el caso de que lo haya), que es su obligación asistir a algunas reuniones y también retirar periódicamente su boletín de calificaciones... ¿Pero qué sucede? Sucede que unos pocos padres que escuchan esto lo cumplen dócilmente, mientras que el resto, generalmente un grupo considerable, no se interesa por oírlo y menos por acatarlo.Posiblemente tendrán asuntos personales más interesantes que atender, como la cuenta bancaria, el negocio, o qué ropa se va a poner cuando salgan el fin de semana.
En el título de este artículo he mencionado una omisión. ¿A qué me refiero? A la omisión gravísima de quienes tienen la responsabilidad de castigar las infracciones a las normas. Los ciudadanos comunes no podemos intervenir contra los delitos o transgresiones a las leyes; ése es el deber y la función de otros: los agentes de tránsito, los jueces, la policía, las autoridades educativas jurisdiccionales, etc., como así también, indirectamente, de quienes legislan. ¿Hasta cuándo se dirá que la enorme cantidad de accidentes disminuirá con más educación vial? ¡Si a los inescrupulosos no les interesa oír normas! ¿Hasta cuándo se va a hablar de crisis educativa por esto o por lo otro? ¡Si los principales responsables no quieren asumir sus deberes porque sólo oyen de derechos!
La inacción de los agentes responsables (que por eso son, más precisamente, irresponsables) tiene ya graves consecuencias y a futuro las tendrá peores aún. Se controla si uno está bien o mal estacionado, en cuyo caso se nos multa justamente, pero no se castiga a quien pasa el semáforo en rojo o a quien conduce hablando por teléfono, que cometen faltas harto más graves. Hasta que alguna vez alguien resulta gravemente herido o muerto. ¿Acaso la culpa no es también de quien omitió el control y, eventualmente, el castigo? Se tratan ciertos casos de violencia escolar con la absurda panacea de la "resolución pacífica de conflictos", no siendo posible expulsar a un alumno realmente peligroso para no "discriminarlo". Hasta que ese muchacho tristemente antisocial e inadaptado lastima gravemente a un inocente. Entonces, ¿de quién es la culpa, de él o de quien no arbitró los medios para evitar el mal?
El castigo tiene también un valor educativo, para aquel que no asume las propuestas de cambio positivo que se le hacen, o para quien tiene la incapacidad de cambio por diversas causas. Y los que se portan bien se sentirán protegidos.
A largo plazo esta omisión tiene aún una consecuencia más nefasta: quela sociedad habrá sido deseducada en el antivalor de la transgresión a las normas, se habrá constituido una "cultura de la transgresión". Será lo más común del mundo vivir en una sociedad donde lo habitual sea el caso omiso a leyes y normas, donde la convivencia se reducirá a una búsqueda de la ventaja para uno mismo o a "llevar agua para el propio molino". (No digo "ley de la selva" como habitualmente se dice. En la selva las normas se respetan.)
No creo que les interese leer esto a los transgresores. Quizá lo lea alguien que tenga la responsabilidad y la facultad para educar por la fuerza del castigo y de la multa, o para legislar en esa dirección. Es hora de que se ponga a trabajar, porque la comunidad se está destruyendo y se está convirtiendo en un conjunto de individuos que luchan entre sí por sobrevivir en un ambiente hostil, protegiéndose a sí mismos y a los suyos.