La Iglesia ha nacido con la finalidad de propagar el Reino de Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre y, de esa forma, hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora, y, por medio de esos hombres ordenar realmente todo el mundo hacía Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico, dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado, que la Iglesia ejerce a través de todos sus miembros, aunque de diversas maneras: la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Así como en el conjunto de un cuerpo vivo ningún miembro actúa de forma meramente pasiva, sino que, al participar de la vida del cuerpo, participa al mismo tiempo de su actividad, de la misma manera, en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, todo el cuerpo, según la operación propia de cada uno de sus miembros, hace crecer a todo el cuerpo (Ef 4,16).
Más aún, es tanta la conexión y trabazón de los miembros en este cuerpo (Cf. Ef 4,16), que el miembro que no contribuye, según su propia capacidad, al crecimiento del cuerpo debe ser considerado inútil para la Iglesia y para sí mismo. Hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. Ejercen verdaderamente el apostolado con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres y por empapar y perfeccionar con espíritu evangélico el orden de las cosas temporales, de modo que su actividad en este orden dé claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres.
Siendo propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, Dios les llama a que, movidos por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento.
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