La educación es un proceso de instrucción, orientación y acompañamiento que el adulto hace al niño hasta que este se convierta en un hombre autónomo, libre y responsable ante los hombres y Dios su creador.
1. La educación, tarea humana y tarea de Dios.
Que la educación sea en primer lugar una obra de la gracia significa que es una tarea que dependiendo de nosotros, no depende solo de nosotros, de nuestro saber hacer, de nuestras fuerzas ni de nuestros medios. Al decir que la educación no depende solo de nuestras fuerzas, me gustaría que te fijaras en la palabra “solo”, porque es palabra clave en esta idea que me dispongo a comentar. La educación sí depende de nosotros, y por entero -faltaría más- pero ni depende “solo”, ni depende de nosotros en primera instancia -ni en última tampoco-, sino de una instancia superior que llamamos gracia y que no es otra cosa sino la acción real, personal y eficacísima del mismo Dios en la vida humana. Para entender esto, y, sobre todo, para aceptarlo, hay que entender primero, al menos mínimamente, que Dios, siendo invisible, no es un ser ausente ni inactivo; al contrario, Dios actúa y actúa siempre, de manera ininterrumpida y siempre en presente. Otra cosa es que veamos cómo actúa -que solemos no verlo-, o que seamos capaces de entender la acción de Dios en sus detalles -que solemos no entenderla- pero la fe nos asegura la acción de Dios. Si no eres persona de fe esto no podrás entenderlo, pero si tú lector, eres hombre o mujer creyente, entonces sí puedes caer en la cuenta de lo que estoy diciendo porque la fe conlleva precisamente esto, aceptar la acción de Dios en todo cuanto existe y se mueve. ¿O piensas acaso que el mundo, la vida o el hombre tenemos capacidad para mantenernos en la existencia por nosotros mismos, al margen de la acción de Dios? Si lo crees así tengo que decirte que no estás en la verdad, porque ni el mundo ni nosotros somos autónomos ni autosuficientes. Vivimos y nos movemos, claro que sí, pero a causa de Dios. “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
Si ahora damos un paso más, verás que la atención que Dios dedica a todo cuanto existe y se mueve no es uniforme, no es igual para toda la creación, sino que es especialmente intensa en la vida humana, y cuanto más humana sea una realidad, más cuidadosa y más intensa es esa atención. Como resulta que la educación es la construcción que el hombre hace del hombre mismo, la educación es justamente la actividad más redondamente humana de las que podemos traernos entre manos. Llegados a este punto solo nos quedan dos alternativas: Entender la educación desde la fe o desde fuera de la fe. Si la entendemos desde fuera de la fe, la educación es un mero hacer humano, una más entre las tareas que el hombre hace de acuerdo con sus capacidades, necesidades e intereses. En cambio, si la entendemos desde la fe, la educación, por ser humana, es también ocupación de Dios, intervención de Dios y por eso, sin dejar de ser tarea humana, es obra de Dios, o dicho de otro modo, obra de la gracia. Tarea humana y tarea de Dios. ¿Qué te parece? Ese es el encargo que Dios nos ha dado y que llamamos vocación. Encargo y vocación a ti como padre, con tus responsabilidades de padre y a mí como maestro, con las mías. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? De aquí se desprende un racimo de consecuencias que ahora no podemos ni siquiera numerar y entre las cuales quiero destacar esta que vengo comentando, que la educación de estas personas concretas, nuestros hijos y alumnos, depende de Dios y de nosotros, en este orden. Así lo ha querido y así lo ha dispuesto. Es tremendo, ¿verdad? Sublime y exigente, comprometido y apasionante.
En un tercer momento me gustaría que cayeras en la cuenta de que acabo de decir que la educación “depende de nosotros y de Dios”. Si te fijas bien, verás que no he dicho que dependa “en parte” de nosotros y “en parte” de Dios, porque no es así. Destaco el matiz porque tiene su importancia, no sea que, sin querer, se nos deslice la idea de que a cada uno nos corresponde una parte. Y eso tampoco es verdad. A Dios le corresponde la totalidad de la educación de cada uno de sus hijos y a ti padre te corresponde la misma totalidad. A Dios por derecho de creación, a ti por derecho de generación. A Él como Padre, a ti como padre. Dios no ha creado una parte de tu hijo, sino al hijo entero, y tú no eres padre de una parte de tu hijo sino del hijo entero. (El ejemplo de un muro medianero es un poco tosco, pero puede servir. Un muro medianero es en su totalidad de cada uno de los dos vecinos que lo comparten. No es medio muro de cada vecino, sino que ambos y cada uno son dueños de todo el muro). Caso distinto es el mío, que soy maestro y actúo por delegación tuya, y hay cosas que puedes delegar y otras que no (aun así debemos tener claro que podemos delegar las tareas porque las tareas son divisibles pero el niño no lo es; en fin esta es otra cuestión que ahora tampoco se puede abordar).
2.- La obra de la gracia: Mover el corazón y educar en la unidad.
Vamos a lo que nos ocupa. Decíamos que la educación es obra de la gracia, o sea de la acción de Dios y he tratado de explicar en qué se fundamenta, el porqué esto es así. Ahora pienso que tal vez se te puedan presentar dudas y objeciones que pueden hacer mella en nuestro ánimo. Pienso en padres que al leer esto tal vez se dibuje en su rostro una mezcla de duda y desconfianza. Si la educación es una obra de Dios, ¿dónde está Dios con este hijo concreto? Si es verdad que Él actúa, ¿qué hace y cómo lo hace? Porque lo que cualquiera puede comprobar es que o yo hago mi tarea o esa tarea se queda sin hacer. Justamente así es: O tú haces tu tarea o esa tarea se queda sin hacer (recuerda, además, que un padre o una madre no tienen sustitutos). ¿Entonces, Dios qué?
Vamos por partes. Mira: Nosotros por nosotros mismos podemos enseñar cosas. Y lo hacemos. Podemos enseñar -y enseñamos- a leer y a escribir, a movernos en el mundo del cálculo, a manejar instrumentos (ordenadores, instrumentos musicales, herramientas, etc.). Nosotros por nuestras propias fuerzas podemos transmitir conocimientos y técnicas muy diversas, del variopinto mundo del saber. Podemos enseñar a razonar, y de hecho lo hacemos, a hablar otras lenguas, a explotar nuestras capacidades físicas o artísticas, a aprender cosas de memoria. Todo esto no es poco y ojalá lo hiciéramos cada vez mejor, cada uno en su parcela, pero yo no estoy pensando en que todo esto sea la educación porque sé que no debemos mirar a los muchachos solo con las luces cortas.
Educar es más que impartir conocimientos, manejarse con las tecnologías al uso o aprender los idiomas que más cotizan. Todo esto también y no hay que desmerecerlo. Tiene su importancia y quiero subrayarlo y poner énfasis en ello, pues no me gustaría que pudiera quedarse sobrevolando en el aire la idea de que los conocimientos y la preparación técnica son poco importantes, pero si hay que poner las cosas en su sitio (y hay que ponerlas) tengo que decir que los conocimientos ni son lo único ni son lo que más valor tiene. Hay una serie de valores (hábitos, actitudes y conductas) que pesan más en la vida personal que la preparación académica estricta. El saber debe ser estimado en todo caso y hay que perseguirlo, en cada uno según sus capacidades, pero conviene precaverse de sus riesgos, que también los tiene, entre los cuales el primero es el peligro de hinchazón del alma, peligro del cual debemos huir como de la peste. Tener muchos conocimientos está muy bien pero el saber por el saber no saca a la luz lo mejor de nosotros mismos. Te lo diré con una expresión de San Ignacio: “No el mucho saber harta y satisface el alma sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. (Volveré sobre estas palabras unas líneas más abajo).
Lo mejor del hombre no se obtiene a base de buenas notas ni un expediente brillante es garantía de felicidad, porque si todo eso, que es muy bueno y está muy bien, no les vale al final para vivir una vida feliz, entonces ¿para qué les vale? Para no quedarme en el aire, haré una relación de una serie de “valores” a los que me refiero: El amor por la verdad, el cumplimiento de la palabra dada, el respeto por las personas y por sus cosas, la responsabilidad ante los compromisos adquiridos, la alegría de vivir, la capacidad para perdonar, el saber escuchar, la compasión ante el sufrimiento ajeno, la renuncia al ejercicio de los derechos individuales en favor del necesitado, la conciencia social, el amor a la patria, la práctica de la justicia, la honradez y la discreción, la acción generosa y solidaria, la fidelidad en lo mucho y en lo poco, el sacrificio de un deseo legítimo por un bien mayor, la constancia en el esfuerzo, etc., etc., etc.
Vuelvo a la pregunta que aún está en el aire. ¿Entonces, Dios qué? Porque lo chocante viene a continuación. He dividido -grosso modo- la educación en dos grandes áreas, que son la educación instrumental (conocimientos, técnicas, etc.) y la educación moral (normas de comportamiento, actitudes ante la vida, respeto y asunción de los grandes valores... virtudes humanas, en definitiva). ¿Piensas tal vez que te voy a decir que lo primero es cosa nuestra y lo segundo es cosa de Dios? Pues no, tampoco por aquí viene la respuesta a la pregunta ¿entonces, Dios qué? La educación moral, al menos teóricamente, se podría hacer sin contar con la gracia. Bien es verdad que con mil dificultades que en la práctica son insuperables, pero en el plano teórico cabe decir que se podría hacer, y por eso no la debemos excluir en los no cristianos.
Respondo al fin y para ello retomo las palabras de San Ignacio. Con estas palabras, colocadas como aviso previo a los Ejercicios Espirituales, San Ignacio, sin decirlo explícitamente, está apuntando al centro de la diana de la educación: Formar el corazón del hombre. Lo que no se puede hacer sin la gracia son dos cosas: Mover el corazón y dar unidad a todas esas facetas que concurren en la educación. Respecto del corazón, nosotros somos capaces de llegar hasta poder tocarlo, pero no podemos moverlo. Educar a alguien no es hacer de él un producto de diseño, ni una réplica del educador. La educación es un proceso de instrucción, orientación y acompañamiento que el adulto hace al niño hasta que este se convierta en un hombre autónomo, de tal manera que él esté lo suficientemente capacitado como para decidir sobre su propia vida y al hacerlo opte libremente por una vida virtuosa en lugar de hacerlo por una mezquina, y de este modo pueda responder afirmativamente a las mociones con las que Dios vaya conduciendo su vida. Si lo hace así, solo si lo hace así, un día podrá entrar en el cielo, que es, a fin de cuentas, lo único que merece la pena, lo único para lo cual la educación debe servirle. Porque si todo eso que les enseñamos (conocimientos, técnicas, dominio de instrumentos, tecnología, valores, actitudes, etc.) no les vale para salvarse, entonces ¿para qué les vale?; ¿para condenarse cubiertos de títulos?, ¿para irse al infierno adornados de cortesía?
Educar, entonces, es ayudar a disponer el corazón, prepararlo, enseñar a usar el corazón desde la propia libertad, porque el corazón es el punto de encuentro del hombre con Dios. Punto de encuentro y campo de batalla, las dos cosas. Punto de encuentro, porque el corazón es el lugar de la cita entre el hombre y Dios, y campo de batalla porque además de Dios y el hombre, hay un tercer bando que también entra en juego. En el corazón del hombre se dan cita tres bandos: El propio yo con sus fortalezas y debilidades, Dios para salvarnos y sus enemigos para impedirlo. ¿Ves ahora el papel de la gracia? ¿Ves por qué no podemos confiar toda la tarea educativa a nuestras meras fuerzas, que por otra parte siempre serán de corto alcance? ¿Acaso crees que el educador, padre o maestro, es capaz de mover el corazón de nadie? Solo Dios, solo Él, solo la gracia.
La segunda cosa que no se puede hacer sin la gracia es dar unidad a la persona. La educación puede trabajar las distintas áreas a las que hemos aludido antes (educación del cuerpo, de la voluntad, de los afectos, técnicas, conocimientos, virtudes, etc.) pero no puede darles la unidad ni la organización adecuadas. Con las meras fuerzas humanas podemos coger cualquier parcela y trabajarla muy bien, pero no integrarlas todas en un proyecto de unidad, la unidad que cada persona es. La razón es antropológica y radica en que la gracia es el único antídoto del pecado. Sin la gracia no hay forma humana de luchar contra el pecado y vencerlo (si la hubiera no necesitaríamos a Dios para nada). El primero de los efectos del pecado es el desorden, y este desorden se manifiesta en forma de división, tanto en el interior como en el exterior de la persona. Por lo que respecta al interior, sin la gracia no hay manera de ordenar el corazón humano, ni hacer que la persona encuentre su unidad. No por casualidad al principal instigador del pecado lo hemos llamado “diablo”, palabra de origen griego cuyo significado es “el que divide”. Esto te podrá parecer, tal vez un tanto teórico, pero la experiencia tiene más que demostrado que cuando una persona se deja mover por la gracia no es que empiece a arreglar tal o cual asunto en su vida, es que va arreglando su vida entera, va adquiriendo la unidad que nunca tuvo o restaurando la que tuvo y perdió.
Querido lector. He tocado un poco deprisa varios puntos, a cada cual más importante. En el fondo me queda un cierto pesar por no haber podido extenderme más y mejor, sobre todo con este último de la unidad de la persona. Soy consciente de que he apuntado alto y hondo, pero ni podemos aspirar a más, ni podemos conformarnos con menos. Esta es la educación católica. Esta es la educación que mana del Bautismo, que no es para gente selecta, sino para bautizados, y en el Bautismo hay tabla rasa. No hay bautismos de primera y de segunda. Para todos el mismo rito, para todos la misma gracia porque para Dios no hay hijos de primera ni de segunda. Dios tiene hijos, tú y yo entre ellos.
Si te quedas con ganas de más, no lo dejes, no lo eches en el cesto del olvido, no te quedes quieto. Como te decía en la primera carta, busca, habla, pregunta, lee. Cada paso que demos en pos de la verdad nos hará mejores personas, más creíbles y sobre todo, mucho más felices.
Como siempre ánimo, mucho ánimo. Las cargas del día pueden ser duras (y hay días que son muy duras) pero no deben pesar tanto que la noche nos sorprenda en desánimo.
Que la educación sea en primer lugar una obra de la gracia significa que es una tarea que dependiendo de nosotros, no depende solo de nosotros, de nuestro saber hacer, de nuestras fuerzas ni de nuestros medios. Al decir que la educación no depende solo de nuestras fuerzas, me gustaría que te fijaras en la palabra “solo”, porque es palabra clave en esta idea que me dispongo a comentar. La educación sí depende de nosotros, y por entero -faltaría más- pero ni depende “solo”, ni depende de nosotros en primera instancia -ni en última tampoco-, sino de una instancia superior que llamamos gracia y que no es otra cosa sino la acción real, personal y eficacísima del mismo Dios en la vida humana. Para entender esto, y, sobre todo, para aceptarlo, hay que entender primero, al menos mínimamente, que Dios, siendo invisible, no es un ser ausente ni inactivo; al contrario, Dios actúa y actúa siempre, de manera ininterrumpida y siempre en presente. Otra cosa es que veamos cómo actúa -que solemos no verlo-, o que seamos capaces de entender la acción de Dios en sus detalles -que solemos no entenderla- pero la fe nos asegura la acción de Dios. Si no eres persona de fe esto no podrás entenderlo, pero si tú lector, eres hombre o mujer creyente, entonces sí puedes caer en la cuenta de lo que estoy diciendo porque la fe conlleva precisamente esto, aceptar la acción de Dios en todo cuanto existe y se mueve. ¿O piensas acaso que el mundo, la vida o el hombre tenemos capacidad para mantenernos en la existencia por nosotros mismos, al margen de la acción de Dios? Si lo crees así tengo que decirte que no estás en la verdad, porque ni el mundo ni nosotros somos autónomos ni autosuficientes. Vivimos y nos movemos, claro que sí, pero a causa de Dios. “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
Si ahora damos un paso más, verás que la atención que Dios dedica a todo cuanto existe y se mueve no es uniforme, no es igual para toda la creación, sino que es especialmente intensa en la vida humana, y cuanto más humana sea una realidad, más cuidadosa y más intensa es esa atención. Como resulta que la educación es la construcción que el hombre hace del hombre mismo, la educación es justamente la actividad más redondamente humana de las que podemos traernos entre manos. Llegados a este punto solo nos quedan dos alternativas: Entender la educación desde la fe o desde fuera de la fe. Si la entendemos desde fuera de la fe, la educación es un mero hacer humano, una más entre las tareas que el hombre hace de acuerdo con sus capacidades, necesidades e intereses. En cambio, si la entendemos desde la fe, la educación, por ser humana, es también ocupación de Dios, intervención de Dios y por eso, sin dejar de ser tarea humana, es obra de Dios, o dicho de otro modo, obra de la gracia. Tarea humana y tarea de Dios. ¿Qué te parece? Ese es el encargo que Dios nos ha dado y que llamamos vocación. Encargo y vocación a ti como padre, con tus responsabilidades de padre y a mí como maestro, con las mías. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? De aquí se desprende un racimo de consecuencias que ahora no podemos ni siquiera numerar y entre las cuales quiero destacar esta que vengo comentando, que la educación de estas personas concretas, nuestros hijos y alumnos, depende de Dios y de nosotros, en este orden. Así lo ha querido y así lo ha dispuesto. Es tremendo, ¿verdad? Sublime y exigente, comprometido y apasionante.
En un tercer momento me gustaría que cayeras en la cuenta de que acabo de decir que la educación “depende de nosotros y de Dios”. Si te fijas bien, verás que no he dicho que dependa “en parte” de nosotros y “en parte” de Dios, porque no es así. Destaco el matiz porque tiene su importancia, no sea que, sin querer, se nos deslice la idea de que a cada uno nos corresponde una parte. Y eso tampoco es verdad. A Dios le corresponde la totalidad de la educación de cada uno de sus hijos y a ti padre te corresponde la misma totalidad. A Dios por derecho de creación, a ti por derecho de generación. A Él como Padre, a ti como padre. Dios no ha creado una parte de tu hijo, sino al hijo entero, y tú no eres padre de una parte de tu hijo sino del hijo entero. (El ejemplo de un muro medianero es un poco tosco, pero puede servir. Un muro medianero es en su totalidad de cada uno de los dos vecinos que lo comparten. No es medio muro de cada vecino, sino que ambos y cada uno son dueños de todo el muro). Caso distinto es el mío, que soy maestro y actúo por delegación tuya, y hay cosas que puedes delegar y otras que no (aun así debemos tener claro que podemos delegar las tareas porque las tareas son divisibles pero el niño no lo es; en fin esta es otra cuestión que ahora tampoco se puede abordar).
2.- La obra de la gracia: Mover el corazón y educar en la unidad.
Vamos a lo que nos ocupa. Decíamos que la educación es obra de la gracia, o sea de la acción de Dios y he tratado de explicar en qué se fundamenta, el porqué esto es así. Ahora pienso que tal vez se te puedan presentar dudas y objeciones que pueden hacer mella en nuestro ánimo. Pienso en padres que al leer esto tal vez se dibuje en su rostro una mezcla de duda y desconfianza. Si la educación es una obra de Dios, ¿dónde está Dios con este hijo concreto? Si es verdad que Él actúa, ¿qué hace y cómo lo hace? Porque lo que cualquiera puede comprobar es que o yo hago mi tarea o esa tarea se queda sin hacer. Justamente así es: O tú haces tu tarea o esa tarea se queda sin hacer (recuerda, además, que un padre o una madre no tienen sustitutos). ¿Entonces, Dios qué?
Vamos por partes. Mira: Nosotros por nosotros mismos podemos enseñar cosas. Y lo hacemos. Podemos enseñar -y enseñamos- a leer y a escribir, a movernos en el mundo del cálculo, a manejar instrumentos (ordenadores, instrumentos musicales, herramientas, etc.). Nosotros por nuestras propias fuerzas podemos transmitir conocimientos y técnicas muy diversas, del variopinto mundo del saber. Podemos enseñar a razonar, y de hecho lo hacemos, a hablar otras lenguas, a explotar nuestras capacidades físicas o artísticas, a aprender cosas de memoria. Todo esto no es poco y ojalá lo hiciéramos cada vez mejor, cada uno en su parcela, pero yo no estoy pensando en que todo esto sea la educación porque sé que no debemos mirar a los muchachos solo con las luces cortas.
Educar es más que impartir conocimientos, manejarse con las tecnologías al uso o aprender los idiomas que más cotizan. Todo esto también y no hay que desmerecerlo. Tiene su importancia y quiero subrayarlo y poner énfasis en ello, pues no me gustaría que pudiera quedarse sobrevolando en el aire la idea de que los conocimientos y la preparación técnica son poco importantes, pero si hay que poner las cosas en su sitio (y hay que ponerlas) tengo que decir que los conocimientos ni son lo único ni son lo que más valor tiene. Hay una serie de valores (hábitos, actitudes y conductas) que pesan más en la vida personal que la preparación académica estricta. El saber debe ser estimado en todo caso y hay que perseguirlo, en cada uno según sus capacidades, pero conviene precaverse de sus riesgos, que también los tiene, entre los cuales el primero es el peligro de hinchazón del alma, peligro del cual debemos huir como de la peste. Tener muchos conocimientos está muy bien pero el saber por el saber no saca a la luz lo mejor de nosotros mismos. Te lo diré con una expresión de San Ignacio: “No el mucho saber harta y satisface el alma sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. (Volveré sobre estas palabras unas líneas más abajo).
Lo mejor del hombre no se obtiene a base de buenas notas ni un expediente brillante es garantía de felicidad, porque si todo eso, que es muy bueno y está muy bien, no les vale al final para vivir una vida feliz, entonces ¿para qué les vale? Para no quedarme en el aire, haré una relación de una serie de “valores” a los que me refiero: El amor por la verdad, el cumplimiento de la palabra dada, el respeto por las personas y por sus cosas, la responsabilidad ante los compromisos adquiridos, la alegría de vivir, la capacidad para perdonar, el saber escuchar, la compasión ante el sufrimiento ajeno, la renuncia al ejercicio de los derechos individuales en favor del necesitado, la conciencia social, el amor a la patria, la práctica de la justicia, la honradez y la discreción, la acción generosa y solidaria, la fidelidad en lo mucho y en lo poco, el sacrificio de un deseo legítimo por un bien mayor, la constancia en el esfuerzo, etc., etc., etc.
Vuelvo a la pregunta que aún está en el aire. ¿Entonces, Dios qué? Porque lo chocante viene a continuación. He dividido -grosso modo- la educación en dos grandes áreas, que son la educación instrumental (conocimientos, técnicas, etc.) y la educación moral (normas de comportamiento, actitudes ante la vida, respeto y asunción de los grandes valores... virtudes humanas, en definitiva). ¿Piensas tal vez que te voy a decir que lo primero es cosa nuestra y lo segundo es cosa de Dios? Pues no, tampoco por aquí viene la respuesta a la pregunta ¿entonces, Dios qué? La educación moral, al menos teóricamente, se podría hacer sin contar con la gracia. Bien es verdad que con mil dificultades que en la práctica son insuperables, pero en el plano teórico cabe decir que se podría hacer, y por eso no la debemos excluir en los no cristianos.
Respondo al fin y para ello retomo las palabras de San Ignacio. Con estas palabras, colocadas como aviso previo a los Ejercicios Espirituales, San Ignacio, sin decirlo explícitamente, está apuntando al centro de la diana de la educación: Formar el corazón del hombre. Lo que no se puede hacer sin la gracia son dos cosas: Mover el corazón y dar unidad a todas esas facetas que concurren en la educación. Respecto del corazón, nosotros somos capaces de llegar hasta poder tocarlo, pero no podemos moverlo. Educar a alguien no es hacer de él un producto de diseño, ni una réplica del educador. La educación es un proceso de instrucción, orientación y acompañamiento que el adulto hace al niño hasta que este se convierta en un hombre autónomo, de tal manera que él esté lo suficientemente capacitado como para decidir sobre su propia vida y al hacerlo opte libremente por una vida virtuosa en lugar de hacerlo por una mezquina, y de este modo pueda responder afirmativamente a las mociones con las que Dios vaya conduciendo su vida. Si lo hace así, solo si lo hace así, un día podrá entrar en el cielo, que es, a fin de cuentas, lo único que merece la pena, lo único para lo cual la educación debe servirle. Porque si todo eso que les enseñamos (conocimientos, técnicas, dominio de instrumentos, tecnología, valores, actitudes, etc.) no les vale para salvarse, entonces ¿para qué les vale?; ¿para condenarse cubiertos de títulos?, ¿para irse al infierno adornados de cortesía?
Educar, entonces, es ayudar a disponer el corazón, prepararlo, enseñar a usar el corazón desde la propia libertad, porque el corazón es el punto de encuentro del hombre con Dios. Punto de encuentro y campo de batalla, las dos cosas. Punto de encuentro, porque el corazón es el lugar de la cita entre el hombre y Dios, y campo de batalla porque además de Dios y el hombre, hay un tercer bando que también entra en juego. En el corazón del hombre se dan cita tres bandos: El propio yo con sus fortalezas y debilidades, Dios para salvarnos y sus enemigos para impedirlo. ¿Ves ahora el papel de la gracia? ¿Ves por qué no podemos confiar toda la tarea educativa a nuestras meras fuerzas, que por otra parte siempre serán de corto alcance? ¿Acaso crees que el educador, padre o maestro, es capaz de mover el corazón de nadie? Solo Dios, solo Él, solo la gracia.
La segunda cosa que no se puede hacer sin la gracia es dar unidad a la persona. La educación puede trabajar las distintas áreas a las que hemos aludido antes (educación del cuerpo, de la voluntad, de los afectos, técnicas, conocimientos, virtudes, etc.) pero no puede darles la unidad ni la organización adecuadas. Con las meras fuerzas humanas podemos coger cualquier parcela y trabajarla muy bien, pero no integrarlas todas en un proyecto de unidad, la unidad que cada persona es. La razón es antropológica y radica en que la gracia es el único antídoto del pecado. Sin la gracia no hay forma humana de luchar contra el pecado y vencerlo (si la hubiera no necesitaríamos a Dios para nada). El primero de los efectos del pecado es el desorden, y este desorden se manifiesta en forma de división, tanto en el interior como en el exterior de la persona. Por lo que respecta al interior, sin la gracia no hay manera de ordenar el corazón humano, ni hacer que la persona encuentre su unidad. No por casualidad al principal instigador del pecado lo hemos llamado “diablo”, palabra de origen griego cuyo significado es “el que divide”. Esto te podrá parecer, tal vez un tanto teórico, pero la experiencia tiene más que demostrado que cuando una persona se deja mover por la gracia no es que empiece a arreglar tal o cual asunto en su vida, es que va arreglando su vida entera, va adquiriendo la unidad que nunca tuvo o restaurando la que tuvo y perdió.
Querido lector. He tocado un poco deprisa varios puntos, a cada cual más importante. En el fondo me queda un cierto pesar por no haber podido extenderme más y mejor, sobre todo con este último de la unidad de la persona. Soy consciente de que he apuntado alto y hondo, pero ni podemos aspirar a más, ni podemos conformarnos con menos. Esta es la educación católica. Esta es la educación que mana del Bautismo, que no es para gente selecta, sino para bautizados, y en el Bautismo hay tabla rasa. No hay bautismos de primera y de segunda. Para todos el mismo rito, para todos la misma gracia porque para Dios no hay hijos de primera ni de segunda. Dios tiene hijos, tú y yo entre ellos.
Si te quedas con ganas de más, no lo dejes, no lo eches en el cesto del olvido, no te quedes quieto. Como te decía en la primera carta, busca, habla, pregunta, lee. Cada paso que demos en pos de la verdad nos hará mejores personas, más creíbles y sobre todo, mucho más felices.
Como siempre ánimo, mucho ánimo. Las cargas del día pueden ser duras (y hay días que son muy duras) pero no deben pesar tanto que la noche nos sorprenda en desánimo.
fuente: catholic.net
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